Las
matriarcas Capullanas del Antiguo Perú
Los Incas
nunca llegaron a unificar plenamente el Tahunatinsuyu; Estado Imperial
que abarcaba la mar de pueblos, distintos en leyes, lenguas, cultos,
historia, religión y tradiciones. Con certera visión política, más
bien, los gobernantes cuzqueños permitieron con frecuencia que
subsistiesen costumbres pre-incaicas. Con tal que se pagara fielmente
el tributo y se participase en la planificación de algunos órdenes
de la economía, lo demás era librado, por lo general, al criterio de
los señores locales.
Entre las
antiguas instituciones que sobrevivieron tras la expansión cuzqueña,
quizás ninguna sea tan importante como el Matriarcado. Inmemorial era
el gobierno de las mujeres en el viejo Perú. Fue así como en los
valles costeños, especialmente en los septentrionales, auténticos
regímenes ginecocráticos continuaron floreciendo bajo la égida
incaica. Su rastro lo percibimos en el mito; y lo podemos contemplar
también en su plenitud al momento de la incorporación de nuestro
país al Occidente.
Datos
Generales.- Leemos en la Relación de los Quipucamayos
que "en la mayor parte de la costa gobernaban y mandaban las
mujeres, a quienes llamaban las Tallaponas y en otras partes llamaban
Capullanas. Estas eran muy respetadas, aunque habían curacas de mucho
respeto. Ellos acudían a las chácaras y otros oficios, porque lo
demás ordinario se remitían a las Capullanas o Tallaponas; y esta
costumbre guardaban en todos los llanos de la costa como por Ley y
estas Capullanas eran mujeres de los Curacas y eran las
mandonas". Testimonio muy similar encontramos en el discurso
anónimo sobre la Descendencia y Gobierno de los Incas, -fruto
también del siglo XVI- donde se habla del régimen de las Capullanas
o Tallaponas. Entre los yungas "mandaban las mujeres", se
dice en ese importante documento.
El Padre
Bartolomé de las Casas, quien en muchos aspectos estuvo bien
informado sobre el antiguo Perú, sostiene que entre ciertas
poblaciones costeñas, -como tallanes y huancahuillcas-, "no
heredaban los varones, sino las mujeres; y la señora se llamaba
"Capullana". Nos dice, al igual que otros cronistas, que era
común ver a los hombres hilando o tejiendo, mientras ejercían las
mujeres las artes de la guerra y el estado. Y finalmente indica que
"a los primos hermanos, llamaban hermanos y a los tíos, padres y
a los sobrinos, hijos". dato esencial para reconstruir el sistema
matriarcal de esa época.
Tienta
hablar de los esplendorosos señoríos matriarcales de Gaboimilla en
el sur de Chile, de las distantes reinas preincaicas quiteñas; o de
la señora Achira, que, en litoral cercano ya al Tahuantinsuyu, vieron
asombrados los conquistadores: "... es señora de esta tierra una
mujer y todos le obedecían y teníanla por señora" ...
"viuda rica" esa sobre la cual escribieron los soldados
cronistas Juan Ruiz de Arce y Diego de Trujillo; pero preferimos
constreñirnos al Imperio de los Incas. Dentro de él cabe relievar
las hazañas de la cacica Quilago; cuyos hechos conocemos,
aproximadamente, a través del licenciado Montesinos; narración que
rechazaríamos de plano de no mediar otras informaciones que acreditan
la verosimilitud de los sucesos contados. La historia es ésta:
En las
etapas finales del dominio cuzqueño, bajo Huaina Capac, se sublevó
la gente del río Quispe, que gobernaba una señora llamada Quilago.
Transcurrieron dos años de cruenta guerra en la cual los rebeldes
resistieron bastante bien la acometividad de las huestes imperiales, a
punto tal que reprochó el Inca a las tropas "como enfrenaban sus
fuerzas hombres gobernados por una mujer".
Llegó
finalmente la victoria para el Cusco. El vencedor, siguiendo las leyes
de la guerra, que no exceptúan las del sexo o la caballerosidad,
agasajó a la vencida. Y ella aparentó agrado por las atenciones
personales de Huaina Capac, señor del Mundo; a tal extremo que,
fingiéndole amor lo atrajo hasta su alcoba. Una vez en las cámaras
reales, la fiera Capullana, -fiera como una walkiria-, trató de
arrojarlo a un oculto pozo; de lo cual se percató a tiempo el Inca,
cayendo ella en el forcejeo. La narración termina indicando que,
furioso, Huaina Capac hizo luego arrojar al pozo a la flor y crema de
la nobleza del lugar; para escarmiento de los alzados.
Así eran
esas gobernantes; belicosas y sensuales. Cabello de Valboa cuenta de
la señora de Ocoña, enemiga de los Incas. En esa comarca
arequipeña, escribe, los cuzqueños "tuvieron
sangrientas bregas, donde se mostró una mujer tan valiente y valerosa
que se pudieran tener sus cosas en mucho, si no las obscureciera su
incontinencia". Amaban, pues, con tanta pasión como guerreaban o
cazaban. Se vivía en realidad en un pleno status poliándrico; y
sobre el punto interesa oir la versión de Fray Reginaldo de
Lizárraga, en lo tocante a estos señoríos femeninos en la costa
norte del Antiguo Perú.
Quienes
gobernaban, dice, eran las mujeres "a quienes los nuestros
llamaban capullanas por el vestido que traen y traían a manera de
capuces, con que se cubren desde la garganta a los pies ...
"estas capullanas eran las señoras en su infidelidad, se casaban
como querían, porque, en no contentándolas el marido, le desechaban
y casábanse con otro. El día de la boda el marido escogido se
sentaba junto a la señora y se hacía gran fiesta de borrachera; el
desechado se hallaba allí, pero arrinconado, sentado en el suelo,
llorando su desventura sin que nadie le diese una sed de agua. Los
novios, con grande alegría, haciendo burla del pobre". Esto en
lo tocante a los esposos oficiales de turno. No es difícil calcular
la conducta de las Capullanas frente a los favoritos. Y es curioso ver
que lo pudoroso de su traje, tan largo y a veces negro, no mermaba sus
atractivos. Por Vásquez de Espinoza, conocemos además, que
arrastraban siempre parte del vestido y que cuanto mayor era su
prestancia, más grande era la vistosa cola que las adornaba.
Estudios
actuales.- Peruanas contemporáneas han mostrado interés por las
matriarcas. Ella Dumbar Temple realiza en su curso
universitario, una síntesis de las diversas y complejas teorías
sobre matriarcado y patriarcado que han sido expuestos por numerosos
tratadistas en torna al Tahunatinsuyu. María Rostworosky de Diez
Canseco, en su obra sobre los curacas y las sucesiones en la costa
norte, toca este apasionante problema; y nos habla de los juicios
seguidos; aún en plena Colonia por la herencia de algunos curacazgos
entre mujeres. Trae datos de Capullanas en Catacaos, Colán, Sechura,
Menón y Narigualá. Vale la pena transcribir un párrafo de viejos
papeles: "que por ser hembra no deja de suceder en el dicho
cacicazgo, pues es notorio que las Capullanas usan en todas aquellas
provincias, desde su antigüedad, los cacicazgos, y corre la sucesión
por ellas de la misma manera que por los varones". Prueba la
autora que hasta bien entrado el virreynato litigaron las Capullanas
por sus fueros.
En
"Los Repartos" de Rafael Loredo, cuando se ocupa de los
imnumerables repartimientos que existían en el Perú al finalizar la
rebelión de Gonzalo Pizarro, vemos figurar a las Capullanas de
Catacaos y de Pohechos; aunque con el nombre de Apullanas. Datos todos
con los cuales es posible abordar la parte más atractiva de este
asunto, que, antes, en pluma sólo de Antonio de Herrera y de
Buenaventura de Salinas y Córdoba, pareció fantasía. Hasta
extravagante fantasía; pero que a la luz de testimonios
incontrovertibles, aceptamos como sucesos de los más curiosos de
cuantos acaecieron durante la Conquista.
Pizarro
y las Capullanas.- Es en la tercera parte de la Crónica de
Cieza de León, donde hallamos la más apasionante historia de las
Capullanas. Transcurre en el Segundo Viaje de Francisco Pizarro. Iban
los Trece del Gallo, -más sus negros esclavos y siervos indios-,
bordeando costas en pos del país del oro. Habían tocado en Tumbes,
donde fue bien acogido Pedro de Candia y sus acompañantes. Siguió la
expedición hacia el sur, entre Amotape y el río Santa o Angashmayu.
Cruzaron por comarcas donde primaban las mujeres; siendo la de Paita
tal vez la capullana de mayor jerarquía. Allí se quedó de buena
gana, Alonso de Molina. No consiguió reembarcarse por la bravura de
las aguas; y se concertó recogerlo al retorno de la travesía hacia
el sur. Renacía la leyenda del paraíso terrenal entre seres tan
gentiles como los yungas consteños.
Continuó
el viaje de los audaces expedicionarios por esas tierras hasta
entonces desconocidas. Más en un punto, al aparecer las velas
cristianas, los indígenas, enterados por los tumbesinos de ciertas
maravillas, acudieron en balsas en mucho número a fin de que se les
mostrara el arcabuz, el negro, el gallo, la espada y las demás cosas.
Entre esos indios yungas fue un principal quien cuenta que una Señora
que estaba en aquella tierra, oídas las nuevas que de ellos se
decían, sentía gran deseo de verlos y les rogaba que saltasen a la
orilla y que, además, serían provistos con cuanto había menester.
En realidad los creían semidioses.
Francisco
Pizarro, siempre cauteloso, declinó la invitación, pese a los
valiosos obsequios enviados por la Matriarca. Anunciando a los
embajadores yungas un pronto retorno, partió. Más el viento fue
adverso. Barloventeando, les faltó leña, y bajaron a tomarla en
Colaque; entre Tangarara (Piura) y Chimo (Trujillo). Echaron pues,
anclas. A esto llegó Alonso de Molina, quien por tierra había
alcanzado a sus camaradas de la expedición. Molina confirmó el
increíble candor de los indígenas de la costa. El Jefe de la
expedición ya no se mantuvo firme en su decisión de zarpar.
Acordó
que algunos bajaran, instado por nuevos enviados de la Capullana;
quienes trajeron cinco llamas de regalo. Mandó así Pizarro que
desembarcaran "cuatro españoles que fueron, Nicalas de Ribera,
que es el que de todos es vivo el año que voy escribiendo lo que
leéis, y Francisco de Cuéllar, Halcón y el mismo Alonso de Molina,
que había quedado primero entre ellos".
Prosigue
Cieza apuntando que Halcón, atolondrado y rumboso, "llevaba
puesto un escofión de oro, con gorra, medalla y vestido un jubón de
terciopelo y calzas negras, y llevaba con esto ceñida su espada y
puñal, de manera que tenía más maneras de soldado de Italia que de
descubridor de manglares".
Al
llegar donde estaba la joven caica, ella misma les dio de beber, en
medio del regocijo de los indios. A Halcón (o Falcón) "parecióle
bien la cacica y echóle los ojos". Quizás fue este un tanto
impetuoso en sus deseos, pues "como hubieron comido, dijo esta
Señora que quería ver al Capitán y hablarle, para que saltase en
tierra, pues vendría según razón, fatigado de la mar. Respondieron
los cristianos que fuese en buena hora. Halcón mientras más la
miraba, más perdido estaba de sus amores. Como llegaron a la nave, el
capitán recibió muy bien así a ella, como a todos los indios que
venían con ella". Dice Salinas y Córdoba, que "Pizarro
como caballero cortés, la recibió con el sombrero en la mano,
dándosela para que subiese, y ordenando un gran acompañamiento, la
fue galanteando desde la popa a la proa".
La
Matriarca invitó entonces a Francisco Pizarro a una fiesta en su
honor, ofreciendo cinco rehenes si fuese necesario, propuesta que,
-según Cieza de León_, el jefe castellano rechazó, aceptando bajar
"sin querer más rehenes que su palabra". Contenta ella, y
tras recorrer intrigada todo el bajel, se volvió a tierra, "sin
que Halcón apartase los ojos de ella, antes andaba dando suspiros y
gemidos".
Al
día siguiente, -prosigue Cieza-, antes de que apareciese el sol,
"estaban alrededor de la nave más de cincuenta balsas con muchos
indios, para recibir al Capitán, y en la una venían doce
principales", quienes insistieron en quedarse de rehenes en la
carabela. Aceptado esto, desembarcaron. La hermosa Capullana los
esperaba debajo de una gran ramada, "donde había asientos para
todos los españoles juntos". Fue un festín de carnes y pescado,
frutas, y chicha. Antonio de Herrera dice que "bailaron y
cantaron con sus mujeres". Y quizás hasta hubo más de una
unión amorosa dado el gran atractivo ejercido por los castellanos y
la usual tolerancia sexual de las indias; propia de los pueblos
antiguos.
Este
episodio figura por igual, en otra importantísima Relación del
Antiguo Perú; la famosa Crónica Rimada; escrita por actor de los
hechos. O sea por uno de los Trece del Gallo. Raúl Porras, que ha
estudiado aquel rarísimo documento, confirma que los españoles, en
el segundo viaje, "alcanzaron un puerto donde era señora una
india que fue a ver a Pizarro a bordo de su navío", no dando,
por desgracia, más información.
De
todos modos, queda en claro que hubo visita de la Capullana a la nave;
y de los españoles a su dominio. La fiesta debió ser muy entusiasta
y tanto la chicha deramada, que Halcón perdió la razón. Deseo
quedarse y se lo exigió imperativamente a Pizarro, quien no quiso
porqué el tal Halcón "era de poco juicio". Entonces
gritando que esa comarca era suya, espada en mano arremetió contra
los suyos, fue cuando "el piloto Bartolomé Ruiz le dio con un
remo un golpe, de que cayó en el suelo". Luego le echaron una
cadena al cuello. Ya en el barco lo arrojaron debajo de la cubierta.
Cuentan que murió loco, no mucho tiempo después, en Panamá.
Todos
estos acontecimientos, perfectamente históricos, revelan que el
matriarcado aún sobrevivía en varias formas sobre algunas comarcas
del Antiguo Perú. Aunque en proceso de extinción conservaba todavía
relativa vigencia. El dominio del varón no era total sobre las vastas
y variadas comarcas que abarcaba el Tahuantinsuyo. Sobre ese Imperio,
- abigarrado conjunto de diferentes naciones-, se aprecian, en varios
rincones, los restos de las antiguas leyes matriarcales.
Bibliografía.-
Los principales sucesos de que damos cuenta pueden verse en la Tercera
Parte de la Crónica de Cieza, capítulo 23 y 24; en las Décadas de
Antonio de Herrera: Década II, Libro X, Capítulo VI y Década IV,
libro II y Cap. VII; en el Cap. V del memorial de Salinas y Córdoba;
en memorias e Historiales de Montesinos, Cap. XXVII; y en la Relación
de Quipucamayos (Colección Urteaga), Gutiérrez de Santa Clara, Libro
III, Diego de Trujillo, pág. 49. Juan Ruiz de Arce, Herrera, Década
V, Libro VII, Cap X. Sancho, Cap. XIV.