Aquella Témpora que, por sus largas trenzas inspirara un día amor
a un duende, ahora, con los cabellos cortos y de ondulación artificial,
va por una calle de Sullana, camino de la cárcel, llevando una
portavianda para su padre que se encuentra detenido por esclarecimiento de
abigeato.
Ya dentro de la cárcel, parece que el brillo y el perfume de la
flamante ondulación permanente que luce, impresiona a algunos reclusos,
quienes emiten silbidos de admiración exclamando el más audaz que señala
los rulos: _Malayita para un dolor de oído!_
Al oír esto Témpora, siente que la sangre de su raza hierve en
sus venas como con ruido de erres e intenta desbordarse por su rostro
arrebolando sus mejillas.
_¡Rezondra, muchacha y escupe para atrás para que no te dé
chucaque! (1) le aconsejó su padre.
Pero la presencia de guardianes del orden por
todos lados le impidieron realizar el conjuro.
Cumplido su menester en la cárcel se retira sintiendo ya los síntomas
del chucaque, el terrible malestar producido por la vergüenza: boca
amarga; en el vientre, pesadez de lo almorzado frugalmente, frejoles,
pescado, chancho, sandía y chicha, como negándose a continuar la digestión.
En su casa pone a los suyos al corriente de lo sucedido y, como al
otro día se siente muy mal, es llamado de urgencia el Culeco, el afamado
individuo que no tiene mayor ocupación que curar los males con su
empirismo.
_¡A ver, muchacha, alevanta las cobijas pa pulsarte_! Dice a modo
de saludo. Después de un breve examen en el vientre de Témpora
diagnostica. _¡Le late el ombligo! ¡Chucaque es! Se lo quebraremos en un
dos por tres.
En seguida pide una botella de anisado y, después de algunos
tragos lanza un ¡Ah! Estruendoso, frotándose las manos, luego sin
persignarse procede a la ceremonia del rezo para quebrar el chucaque.
Como todo brujo que trata de disimular su alianza con el diablo
recurre a matizar las imprecaciones empleadas en sus exorcismos con
oraciones de nuestra religión y por ser el credo la preferida y para
demostrar su cultura de brujo la recita “al derecho y al revés”.
Mientras recita el credo va haciendo ligeros masajes en forma de
cruz sobre el vientre de la enferma. De repente los masajes se vuelven
fuertes como de vulgar manoseo haciéndola lanzar ayes adoloridos y
ruborosos.
_¡Démen una peseta pá torcerle el ombligo a la enferma!_
Le alcanzan una moneda de veinte centavos la que coloca sobre el
ombligo de la paciente y empieza a darle unos salvajes estirones al mismo
siendo una suerte que Témpora no tenga hernia que le estrangule como
ignorantemente ha hecho en otros casos con los resultados que es de
imaginar.
Como Témpora tiene la cara roja y se queja del dolor de cabeza
procede a “sacarle el sol”, que consiste en halar de los cabellos por
mechones, hasta hacerlos tronar en la raíz.
_¡Démen un ajo macho!_
Don Culeco que ha continuado llevándose a la boca muy seguido la
botella de aguardiente, masca ahora el ajo y lo escupe con el aguardiente
en forma de rocío sobre el vientre de la enferma.
Mientras tanto el chucaque ha continuado su desarrollo con
caracteres exactos a los de una indigestión.
Entonces don Culeco empieza a exorcizar con estas palabras:
_¡Chucaque a la cara, chucaque ronchudo, chucaque aguau, chucaque
zonzo, sal, sal, sal, sal!
Casi ebrio, parece un sátiro danzando con originales pasos que
llevan el compás de su discurso.
_¡Voy a rezarle una bebida con las oraciones secretas! ¡Déjenme
solo con la enferma!_
Ante la negativa de la madre, sirve medio vaso de aguardiente y
levantándolo muy alto dice con tono misterioso:
_Para el que da chucaque: Tu boca no ha de ser de santo, sino de
perro sarnoso. El que lo dice lo es. El que la oye, no la aprende. El que
la sabe, no la entiende. Y el día del juicio sabrán lo que esta oración
contiene._
Luego, con voz inintelegible, dice lo que él llamaba un credo al
revés y alcanza el vaso a la enferma, quien bebe su contenido con la
misma fe que si se tratara de una medicina.
Como dando tiempo a que el alcohol surta sus efectos, don Culeco
pide con la autoridad de siempre. _¡Démen un jabón sin pecar!_
Con el jabón sin usar que le traen, realiza los últimos masajes a
la enferma, la que al fin, medio ebria, parece sosegadamente dormitar.
_¿Cuánto le vuá pagar, don Culeco? _pregunta la madre.
_¡Dos pesos nomás, mujer..._
Turbiamente mira el sol con sesenta centavos que la mujer le da y
se aleja tambaleante e hipando.
_¡Dos pesos...! ¡Dos pesos!_
Desde adentro las mujeres lo contemplan con respeto y comentan _¡Qué
buena mano tiene don Culeco!_
___________________
(1)
– Chucaque – malestar producido por la vergüenza.
Filicida
Toda la noche desde los ficus las lechuzas con sus gaznates
tapizados de terciopelo expectoraron negros presagios.
La Teodosia, envuelta en burda manta, acostada sobre el piso de
ladrillos de la oscura pieza, cada vez que oía al agorero graznar
mordiendo las cobijas exclamaba _¡Lechuza bruja, maldita!_
Después del ruido de los cascos de los burros sobre el pavimento
de la calle frente a la Plaza de Armas, fue una señal de amanecer, ya las
piaras iban a abrevar al Chira.
Con sigilo, la Teodosia avanzó por el patio grande de la casona
hasta llegar al corral. Creyéndose indispuesta y, con el fin de conjugar
el verbo costumbrista derivado del campo, abrió el postigo, frente al
barranco del río.
Grupos de madrugadores y hambrientos cerdos y aves pululaban en el
lugar buscando su alimento.
Puesta estaba de cuclillas, cuando dio un violento salto impulsada
por fuertes y extraños dolores. Entonces comprendió horrorizada que, el
momento tan temido había llegado.
_¡Teodosia!, se oyó de adentro de la casa la voz de la patrona.
_¡Bah!, dijo con asco rabioso, me pilló la mujer!
_¡Teodosia!, llamaba más fuerte la voz.
_¡Ya está con la bocaza!, ¡No he de ir!
Sobándose el vientre
y las caderas, mordía la tierra del muladar ahogando gemidos.
_¡Teodosia, india
bandida!, ¿qué estás haciendo?, la voz se oyó más cerca.
_¡Qué vuá estar
haciendo?, ¡Si supiera...!
Haciendo un soberano y
último esfuerzo, sintió que era vuelta del revés desde sus entrañas,
como una media que se lava.
La paz no sólo física
que invadió su ser, se vio turbada por los nuevos gritos de la patrona.
Con abundante tierra
secó la humedad de su cuerpo y cogiendo en brazos al recién nacido, lo
estrechó contra su hormigueante pecho, mientras, a tientas, le buscaba el
sexo para saber si era hombre o mujer.
Apareció la patrona,
inmensa en su gordura e indignación.
Fue tal el temor que
la invadió que, se olvidó de ser madre para ser sierva y, soltando al
recién nacido acudió al llamado de su ama.
_¡Mande, niña, aquí
estoy!
Entonces los primeros
rayos del sol se filtraron a través de las ramas de los algarrobos e
iluminaron como antorcha desde el cielo el reguero rojo que iba dejando
Teodosia.
Ante este cuadro bramó
la patrona, ya con una sentencia en la mirada: _¿Dónde está tu hijo?
Contestó sin voz,
estirando el brazo y señalando el lugar... Entre gruñidos y cacareos,
los cerdos y las aves hacían macabro festín...
_Coche, coche! ¡Cho!
Con sus gritos y su
figura de largas greñas azotándole la cara y la espalda, la Teodosia en
loca carrera desbandó a los animales que bajaban a la playa sin soltar su
botín, ya repartido en presas.
La patrona empleando
todas sus fuerzas llamó horrorizada: _¡Sofía! ¡Paula! ¡Meche! ¡Dominga!
¡Froilán! ¡Josefa! Luego buscando un lugar limpio donde caer, se desmayó
sobre una larga banca de madera en la puerta de la cocina.
La media docena de
sirvientes que apareció con su miserable aspecto de dormir, reanimó a la
niña, la que vuelta en sí, con derroche de energías, relató lo
sucedido entre sollozos y gemidos.
Subiendo la cuesta con
pasos que denotaban cansancio y la mirada desvarío, apareció la
Teodosia. Con sus sucias y negras manos, sostuvo en alto y presentó a la
vista de todos, las sangrientas manitas del recién nacido.
La patrona que
esperaba ver un niño muerto completo, sintió que algo verdaderamente le
iba a pasar y haciendo acopio de todas sus energías, ordenó _ ¡Froilán,
llama a un guardia!
El aludido, tras de
asegurar sus pantalones, partió veloz y volvió muy pronto con dos policías,
a los que, a pesar de lo breve del tiempo y trayecto, ya tenía enterados
de lo acontecido.
Después que las
autoridades realizaron a inspección ocular en el lugar del suceso, no
consiguieron hallar ni la más leve víscera del pequeño muerto, y por
llenarse formalidades de ley se llevaron a la Teodosia detenida bajo la
firme acusación de filicidio.
Ya en la cárcel y
frente al cruel interrogatorio, juraba su inocencia señalando el sol:
_Por Dios, patroncitos! ¡Por esa lucecita de Dios que está ardiendo! ¡Por
las ánimas de mis taitas..., yo no lo maté...! ¡Se lo comieron los
coches con los güiscos y sólo dejaron sus manitos...!
A su alrededor oía
comentarios que no comprendía. _¡Pobre india, en su fealdad lleva
retratada la delincuencia!
_¡Filicida!, y la señalaban
con terror.
_¡Estas indias matan
a sus hijos por que sí! A veces nomás por las noches, se acuestan sobre
ellos y los ahogan de intención, y después vienen con el cuento a la
justicia, que fue casualidad, que estaban dormidas...
_¡Si, con sus propias
manos les quitan la vida y luego como ésta, se lo dan a los gallinazos.
_¡Pobre gente
ignorante! Infringen los mandamientos por que no saben cuáles son. ¡Vaya
con algunas patronas que no cuidan a sus sirvientas! Vienen los cholos y
les traen las hijas del campo y ellas, las patronas con tal de que le
sirvan las descuidan la moral!.
_Esta es una malvada,
hay que oír lo que dice la patrona una señora de mucho respeto...
_Sin embargo...
dubitaba el médico. No hay lugar a autopsia no podemos en esos despojos.
Si hubiera siquiera un pedacito de pulmón...
Con el transcurso de
los días la volvieron al lugar haciéndola reproducir un crimen que no
había cometido. Hasta que un día se dieron cuenta que estaba muy débil
y con bastante fiebre y la mandaron la hospital de Piura.
Mientras descansaba
muriéndose en una cama de los pobres recordaba a su patrona adormitada en
un canapé, las regordetas y ensortijadas manos sobre el abultado pecho
que continuaban agitaba con prolongados suspiros.
_¡Niña, ¿quién es
mi mamita? Niña, ¿quién es mi taita ¿Viven?
_Tu madre era la
Chaba, una loca que andaba por las calles...; y tu padre, sólo Dios sabe
quién será...! Safa de aquí, india bota monos, anda a lavar las
bacinicas!
Miró arriba. Había
desaparecido el techo y hacía mucho frío. Dos manitas deslumbrantes como
el oro la llamaban desde el Cielo.
_¡Relés
con relés (1) las manitos son! Y cerró los ojos con amor.
___________________
(1)
– Iguales del mismo tamaño.
La Pesadilla
Dos aspas de trapo
negro en la puerta de la calle, y a las que el sol no había empezado a
desteñir, indicaban que el luto de la casa era reciente.
_¡Pum, pum, pum! El ruido de los
golpes se perdió en la inmensidad del silencio de la calle y de la noche.
_¡Pum, pum, pum!,
repitiendo la onomatopeya del llamado, desde adentro gritó una voz de
vieja, y añadió: ¡Puerta!
_¿Quién?
_¡Yo...!
_¡Dentre pa dentro!
_No se puede, quiten
la tranca y el cerrojo!
Como iluminándose,
recién parecieron precisarse el escenario y los personajes.
Las viejas, cabeceándose,
musitaban oraciones con las bocas desdentadas y babosas. Los chicos dormían
en el suelo arropados con las mantas de sus madres. Los hombres,
valientemente pasando la noche, frente a la botella de Mallorca. La
renegrida y grande olleta del café, firme sobre la candela que pareció
hablar comentando la visita.
Al frente, y sobre una
mesa con trapo negro, había un Cristo, arrimado a la pared. A los
costados, dos candelabros de lata, sobre los que se derretían, llorando
su lágrimas de cirios, dos tristes velas encendidas.
No había duda, era
duelo. Rezaban el novenario por algún ánima reciente. Aún no habían
levantado el Cristo.
Tras el silencio
descriptivo, siguió la confusión. Las oraciones e invocaciones
adquirieron un clímax gigantesco. Los niños despertaron y, horrorizados
por el horror de los mayores, lloraron a gritos, buscando refugio en las
faldas de las mujeres.
_¡Guá, mama! ¿Quién
se ha muerto?
_Jesús, María y José...!
¡Vete Pancho a la sepultura no te lleves a ninguno de nosotros...!
_¿Quién? ¿Yo?... ¡Guá
mama... si vengo de los Encuentros...!
_¡Es demás espíritu
de Pancho, mijo, regrésate a la sepultura donde hoy, a la oración te
acabamos de enterrar...!
_¿A mi me han
enterrau? ¡Guá! ¿A mí me hacen finau? No soy ánima... Atóquenme...
soy de carne y hueso como ustedes. _clamó desesperado.
_¡Y está
enterito...! _advirtió la Chepita pecho e’ lata.
El desorden hizo
impacto en su cerebro y, creyéndose muerto, reclamó: _¿Cómo es que me
he muerto yo? ¿Cuáles fueron mis últimos instantes?
_El camión con la
carga de los fierros, en que venías montau, se vino guardabajo... Sólo
hallamos de ti un brazo y una pierna que son los que acabamos de
entrerrar.
_Pero...! _se tanteaba
el entero y fortachón cuerpo...
_Tuvo un momento de la
soledad interrogante de su niñez; como en aquellos días, introdujo un índice
en las fosas nasales, reunió mocos e hizo con ellos una bolita que se
comió... Le pareció, tras ese interrogante, tener la revelación de los
sueños más absurdos, de los momentos que se recuerdan en la vida como
pasados que, sin embargo, no existen en el recuento del ayer.
Y lloró a gritos, de
rodillas, frente al Cristo. Y su madre lo besó y, al sentir el sabor del
llanto, comentó:
_¡Dejuro questo es
una pesadilla...! Alguno de nosotros está soñando y pronto se va
despertar.
_Pero, ¿Quién sueña?
Si somos tantos...
_Atoquémonos el corazón_.
Uno a uno, fueron pasándose
las manos sobre el pecho. ¡Tic, tac, tic, tac, tic, tac!, les latía rápido
pero rítmicamente, a todos el asustado corazón.
Al llegar a la Chepita
Pecho e’ Lata tuvo deseos de reír y rió.
Le preguntó a uno.
_¿Y usted, quién es?
_Soy Rumiche, el
rezador._
_¿Cuánto cobra por
el rezo?_
Un sol por el rosario
completo y a peseta las salves y los credos.
Los niños,
familiarizados con la escena, iniciaron una ronda de sus juegos:
“Chucalanga, come callana!”.
“Chucalanga, come
callana!”
La micción abundante
de uno de ellos corrió por el suelo. Alguien palpó la humedad y, ante el
realismo, preguntó: ¿Y esto, también es del sueño?
_¡Dejuro, el churre
ha jugau con candela...!
_¡Viústeso lo que
uno viene a soñar...! dijo la Joba, que estaba sentada con la cabeza
hacia atrás y, lanzó por el colmillo una escupa que pasó describiendo
una elíptica sobre la cabeza del niño que tenía colgado al pecho.
_¡Barajo! ¡A toditos
nos ha agarrau pesadilla!, dijo el Negro Fierro, retinto y recio como su
apodo.
Nítida, la morena y
esquiva quinceañera de antitético nombre, tiritaba, quién sabe si de frío
o de miedo, con los brazos cruzados sobre el pecho en su singular actitud,
los pulgares bajo las axilas.
Alguien propuso: _¡Ajustémonos
a la carrera abierta y dejemos solito al finau...!
_Es demás, en la
pesadilla se corre pero no se llega..._
_¡Sí, es como una
mano fierísima, negra y peluda que lo persigue a uno y, cuando lo empuña,
no lo deja ni mover...!
_¡Entonces, yo voy a
correr huyendo de ustedes los vivos!_
¡Y corrió, corrió,
corrió...! ¡Cuánto se corre en los sueños! Corrió, hasta que los
latidos angustiados de su corazón lo despertaron en su catre.
_¡Otro absurdo!, pensó,
ni soy yo Pancho, ni conozco a esa gente.
Cuando la gallina
canta
Don
Peche, ¿le pongo una presa de pechuguita?
_No,
contestó fiero; para mi el pescuezo, el corazón y la molleja!
La
mujer que servía la comida, un tanto sorprendida de que un anciano
sin dientes, solicitara estas presas, se las presentó en el mate
de aguadito.
El
viejo mendigo, succionando escandalosamente las partículas de carne
metidas entre las vértebras del pescuezo de ave, las devoraba con
regocijo, mientras decía con voz fuerte_¡Mañosa, jigunagran, el
pescuezo te quiero comer!. Y luego con voz aflautada de alcohólico histérico,
empezó a gemir: ¡Ea tiene la culpa de que mijo esté en capía!
Todos
miraron a un rincón de la sala donde cuatro velas apenas alcanzaban a
iluminar el cadáver de Julio.
La
Cucula, demente y silenciosa compañera del mendigo Peche Pacheco, empezó
a reír como con hipo, _Jip, jip, jip! Y a pasearse por la pieza mostrando
a los presentes su inmunda mano en actitud de implorar una limosna.
Contrariada
por la escena, la viuda ordenó: _¡Encierren a la loca en el corral!.
A
lo que Peche, como aleteando con los brazos, contestó iracundo: _¡Silencio
que en este corral, sólo canta el gallo que soy yo!.
_¡Malayita
el gallo ciego, sin espuelas y sin plumas!, agregó la perversa nuera.
Esto motivó la risa de los asistentes, costumbre bastante común en
algunas reuniones mortuorias del pueblo.
Peche
Pacheco se levantó, tambaleante por su miseria y por su desgracia y fue a
refugiarse en un rincón a rumiar su historia:
Sus
primeros recuerdos se remontaron oyendo a las gentes:
_¿Y
éste churrito?. ¡Milagro que no ha salido ciego como sus taitas...!
No
semos ciegos de nacimiento, señor; la virgüela nos vació las vistas!.
_Estas
desgracias se heredan. Cualquier rato, a esta criatura le pasa algo en las
vistas...
Con
la idea fatídica y amenazadora de perder la visión, fue creciendo en el
mundo de la mendicidad, sirviendo de lazarillo a sus padres. A la muerte
de éstos en una plaga de bubónica, fue regalado a una casa, donde lo
concertaron de yerbatero. Todavía recordaba el pregón para la venta de
las gramíneas que servían de pasto para el ganado_ ¡Yerba dulce,
chilena, gramalote, taraya!.
Fue
en este oficio, cuando, bajando al río para recoger la yerba de la
chacra, el burro que montaba se encaprichó y no quiso caminar_ ¡Jálale
los pelos de la baticola!, la voz de un maldito le aconsejó. Al hacerlo,
el animal partió veloz tomándolo de sorpresa. Recordando las risas de
los demás yerbateros, se imaginó cómicamente dando de volantines, desde
el cuello del burro y por todo el barranco, hasta llegar al sitio que
queda justo entre la peña y la bomba de agua. _¡De pronto ahí me pañaron
cieguito!, suspiró llorando.
Al
ser declarado invidente, fue también declarado inepto para el trabajo. Su
ceguera, poco común, se le descorría a veces por breves momentos,
permitiéndole captar fugaces visiones en momentos especiales y diversos
de su vida, lo que le ocasionó burlonas apreciaciones de las gentes que
opinaban se hacía el ciego. Por este motivo fue objeto de la curiosidad
de varios médicos del lugar, quienes consideraron su caso como ceguera
histérica.
Fue
recordando la caravana de mendigos entre los cuales creció: Polidoro, con
sus greñosas barbas, asustaba a los niños; la Juana del Gusto, enterraba
la comida debajo de los rieles que pasaban por la calle San Martín;
Nativo, dormía en el Panteón; la Juana Murguía, era beata y pacífica;
la Rosa Zapata, hablaba con la luna y los cololos; la Negra Meche, ¡pobrecita!,
escapó a los temporales y se la comieron los güiscos; Lipe, lloraba
cuando le decían “cuñau”; el amigo de la Perra, guardaba trapos y
papeles; Don Nopuede... ¡Barajo!; la Carne Fresca, insultaba a las
autoridades; Juan Aguau, era de verlo sobre aguau, cómo caminaba cuando
estaba borracho; tres generaciones de Chabitas..., la verdad que, él, ya
estaba viejo...
Colérico
gritó: ¡Aunque viejo, sin espuelas y sin plumas, soy el gallo de este
corral...! ¿Quién sino yo, con el trabajo de mis limosnas, ha hecho
parar estas paredes de ladrillo y poner este techo de calamina y este piso
de cemento?... ¿Quién pagó el camión para que mi hijo haga los viajes
a Lima, llevando y trayendo la verdura?... ¡Ay, el camión!... y volvió
a llorar.
_¡Tome,
don Peche Pacheco, tómese un corte pal frío de la noche y pa que olvide
las penas...!
Deshidratado
por el llanto, bebió con sed y se adentró en la oscuridad de sus ojos a
hablar con su mente.
El
era Peche Pacheco, y a pesar de ser un pobre ciego, se había hecho llamar
por su nombre y apellido. Nunca se vio al espejo cuando mozo, pero debió
haber sido guapo, porque... buenas limosnas de amor cosechó entre las
mujeres... Recordó a la madre de su hijo... ¡Desgraciada, con qué
gusto, si la hallara, le retorcería el pescuezo, al igual que a la
gallina!...
_¡Apenas
ajustó la dieta se fue con otro, alzándose todas mis pobrezas!.
_¡Calma
don Peche Pacheco, no llore que se le irritan las vistas!.
Menos
mal que, este abandono fue motivo de su florecimiento económico. Con la
criatura recién nacida en los brazos, repetía su historia en el Mercado,
en la Plaza, en la Estación, y a donde sintiera multitudes... _¡Una
limosnita, hermanito, para este pobre cieguito...! las buenas gentes de
Sullana doblaron su generosidad. Casi nunca centavos gordos. Medios,
reales, pesetas, medio soles y enteros, le ponían en la mano.
Más
tarde, y con ayuda de una mujer, pudo poner un puestito en el Mercado,
vendiendo en el mismo la verdura y la fruta que le obsequiaban de limosna.
Después
compró una casita, haciendo del negocio una pulpería y librando así a
su hijo del mundo miserable y amoral de la mendicidad. Hasta se permitió
contratar parientes para el cuidado de la casa y del hijo, convirtiéndose
entonces en jefe de familia. Valientemente continuó en su trabajo de
pordiosero, recorriendo, a veces, la ciudad, cuando no sus “oficinas”,
como llamaba a los sitios en los que más limosnas recababa. Su hijo
aprendió a leer y a escribir y, ya hombre, quiso correr mundo y se fue de
chulillo en un camión que hacía viajes a Lima.
Tan
bien estaban las cosas que, parecía mentira que a un hombre cieguito como
él, se le juntara tanto la plata.
Pudo
levantar esta casa. El hijo iba y venía a Lima hasta que, en una de esas,
se trajo a la mujer.
Desde
que la oyó por primera vez, su voz le sonó a cacareo: _¡Yo soy chalaca!
_¡Pa
su macho, qué polvo hay en este pueblo!... ¡Qué vederas...! ¡Esto no
es como mi tierra... ¿Y este montón de gente?, ¿qué hace aquí metida,
comiendo de balde a costillas de un cieguito?. Y despidió a sus parientes
que le acompañaban.
Con
el pretexto de interesarse por su suerte, empezó por contarle el dinero
que diariamente traía de las limosnas. Íntegramente ella lo guardaba y
administraba todos los gastos, bajo la aquiescencia del hijo que se
disculpaba:
_Mire,
taita, ella sabe hacer mejor las cuentas que nosotros, para eso ha
estudiado y tiene experiencia, pues ha sido comerciante mayorista. La
pobrecita ha hecho un sacrificio en venirse a nuestro lado a vivir en esta
tierra, tan distinta de la suya, no me la aburra, que me se vaya a ir.
La
maldita tenía la manía de amenazarlos con irse de la casa, a su tierra,
a vivir con su familia a la que decía extrañar mucho. Y no paró, con
ese pretexto, hasta traerse a todos sus parientes. Pero antes, los
convenció de la compra del camión.
Haciéndose
la tierna y la chiquita, le decía a su marido: _Mira, papacito, en cuanto
nos compremos el camión, vas a ver cómo vamos a ganar plata y al
cieguito lo sentamos en la casa a descansar.
Más,
en cuanto llegó el camión, llegó el primo Hiposulfito y seis criaturas,
a quienes presentó como sobrinitas, huérfanas de padre y madre.
Entonces, descaradamente, se volvió dura y cruel exigiéndole traer cada
día más dinero y reprochándole_ ¡Viejo haragán seguro que se cansó
de abrir la boca y estirar la mano!... ¡Miren lo que trae... Miren lo que
se deja dar el muy baboso puro centavo...!
Y el
tonto de su hijo no sabía más que decir _¡No me la aburra taita!.
Hace
ocho días oyó cantar a la gallina.
Había
sacado una silla al corral en la seguridad de que en esos momentos se le
iban a “aclarar las vistas”.
Presentía
que el cielo estaba azul y ansiaba contemplarlo. Exactamente. Como una
cortina, se le descorrió la ceguera. Oyó un canto de ave, chillón y
destemplado. Pensando en sus ensayos de hombre cuando mozo buscó con la
mirada algún pollón que se le asemejara. Vio, patente a una gallina
colorada, grande, gorda, buchona y copetona que estiraba el pescuezo y
aleteaba, a tiempo que cantaba como gallo, _¡Pezpita, machona!, le dijo,
y le arrojó una piedra. Frente al gallo, con picotazos lentos, como una
coqueta, se desvestía de plumas el encarnado buche... ¡Igualita a la
chalaca, cómo se descota!.
Sintió
que la vida se le iba al tope de la cabeza y el luto que presagiaba el
canto de la gallina cubrió sus ojos. Apoyándose en las paredes llegó a
la sala y le contó a su hijo: _En el corral ha cantado una gallina...
_¿Qué
pasa cuando la gallina canta?, le preguntó Hiposulfito.
_Alguien
se muere en la casa.
_Y
que se hace para evitarlo?.
_Cuando
la gallina canta, hay que torcerle el pescuezo...
_¡Alto
con mis gallinas,_ saltó la chalaca._ son de mi negocio!.
_Pero...
_intentó Julio.
_¡No
sean contra la lechuza!. Si aquí alguien se muere, será don Pecho, por
viejo...! y, melosa, le argumentó al marido:_ Papacito, si tengo un hijo
y caigo a la cama tengo que comer gallina...
Conmovido,
el hombre la abrazó y no se habló de la gallina. Como siempre, la mujer
ganaba en todo.
Enrojeció
de cuerpo entero al recordar la incredulidad de su hijo cuando le denunció
la infidelidad de la Chalaca con Hiposulfito._ ¡Barajo, taita, no creí
que Ud. en su cólera hacia mi mujer, iba a llegar a esto. Felizmente que
ella ya me había dicho que Ud. la había amenazado con calumniarla...
Después...
las exigencias que la Chalaca hiciera a Julio, para que emprendiera el fatídico
viaje del que no regresó vivo... Recordó también la amarga realidad añadida
a su desgracia. Todos sus ahorros estaban perdidos con el camión, al que,
la maldita se opuso que aseguraran. Nada se podía recuperar.
A la
altura de estos recuerdos se le acercó la Cucula, por alejarla de sí, le
entregó los chupados restos de huesos y le dijo: _¡Sí, Cucula, cuando
la gallina canta, hay que torcerle el pescuezo y añadió malévolo_ ¡El
pescuezo, el pescuezo!.
Indignado,
tosió fuerte, y como un arma y pensando herir a muchos, disparó su
discurso a gritos:_
_¡Mujeres
hay que, como las gallinas de mal agüero en el corral, cantan en su casa
pretendiendo arrebatar la autoridad a los maridos. Cuando no los gritan,
las muy mañosas, hasta con mimos y patrañas, los embaucan y los dominan.
El hombre es lo más grande del mundo. Dios los hizo primero, poniéndolo
así, encima de la mujer. ¡Ay de la mujer que intente montarse sobre el
hombre!. Como a la gallina que canta, hay que torcerle el pescuezo, para
evitar que la desgracia caiga sobre su casa y su marido. El hombre que
hace y deshace tan sólo lo que dice la mujer, es peor que un juguete de
trapo en manos de una criatura. No progresa, vive triste y estancado, como
maldito de Dios y de los hombres, por los engaños que impasible consiente
en su mujer.
Al
eco de los tiros, que eran sus palabras, respondió el coro de ronquitos
de todos los presentes. Había gastado pólvora en gallinazos, pues nadie
oía su prédica.
De
repente, alguno de los ronquidos se destacaba estentóreo sobre los demás,
y luego se extinguía. Así una, dos, tres y hasta doce veces, y luego
nadie más roncó. Extenuado por las emociones del día y el esfuerzo del
discurso, se tendió en el suelo dispuesto a dormir.
Como
en una pesadilla, intentó desasirse de las manos que le aferraban el
cuello y de una vocecita que decía como secreto al oído: _¡Pescuezo,
pescuezo!.
Era
tarde para captar el trágico silencio y unir la acción de lucha contra
esas fortísimas y pestilentes manos de la Cucula_
_¡Palomita,
cuculita, a mí no!_ sólo pudo decir. La lengua que se le salía y no lo
dejaba decir más.
Se
fue el mendigo Peche Pacheco, llevándose como última visión un final de
tragedia shakesperiana, y como delirio adentro de su ceguera, la imagen de
la gallina, a la que, pocas horas antes, él diera muerte, molineteándola
del pescuezo como un batidor entre sus manos.
En
el cielo, el enrojecido cuarto menguante miraba, como enrojecido ojo de cíclope.
El
burro de Mallares
Mortificado
por los fuertes rayos del sol y las perversas risas que también le
abrazaban la piel el hombre tullido se despertó. Los que siempre pedían
un “en dispensando la mala palabra” para nombrar a un jumento; por él,
despiadados y groseros, decían: _¡Ahitá, tirau..., igualito que el
burro de Mallares! Miró al animal e intentó espantarlo con un terronazo
_¡Burro de ...!, y a la eme despectiva, agregó las demás letras para
manifestar de lo que era el burro.
El
desdichado animal jamás, le abandonaba y le seguía a donde él se
arrastrara. Con ironía increíble en un jumento, acompañándole, lo
hermanaba con la triste moraleja de su vida_. ¡Pobre burro, tan pobre y
tan burro como yo!.
No
recordaba a este entre los que fueron de su pertenencia. Como en los
pueblos se suceden orates atorrantes con el mismo nombre, así, en
Mallares, nunca faltaba un viejo burro sarnoso, el que, por sus incurables
mataduras y carachas era arrojado por su dueño para que vaya a morir
lejos del corral.
La
verdad era ésta y estaba confirmada por las calaveras que blanqueaban en
el campo. Pero, sin embargo, todos relataban de uno que fue hermoso
ejemplar borriqueño e importado de lejanas tierras. Aficionado en demasía
a la algarroba y engreído en su papel de reproductor, cometió
inconcebibles desmanes en el cruce de su especie, motivando esto que la
indignada peonada le diera cruel y vergonzoso escarmiento, convirtiéndolo
así en proscrito y a vagar eternamente paseando su castigo como una moral
advertencia para la vejez de los hombres.
Como
al burro, a él le trajeron de lejos. Sabía de los suyos que cayeron
defendiendo las cabezas de famosos bandoleros. El ser descendiente y
heredero de los mismos, le envalentonó e hizo cometer abusos y
desatinos contra todos los que pudo.
Como
el burro, él fue hermoso, fuerte, enamorado. Como el burro, no tuvo tino
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