_¡Tututututú,! Señora ¿no me ha visto una gallina copetona?.
Sobre una triple papada, respondió una voz de tono vacuno: _Noooó!.
_Deme un permiso pa dentrar a su corral no se me haiga brincau por
la quincha.
_No puedo, mi marido anda ocupau.
Con mirada recelosa, se retiró la Lutgarda y continuó indagando
por las casas cercanas. Desalentada por su infructuosa búsqueda, se
lamentó retadoramente al pasar frente a la puerta de quien no le
permitiera buscar en el corral: _¡...Y se perdió la gallina!.
Pasadas algunas horas volvió a insistir ante su vecina doña
Epifania, reclamando como un derecho, el registra la casa buscando su
gallina.
Siempre fue despedida con evasivas que hicieron acrecentar más las
sospechas de considerarla ladrona.
_¡Ajá, ya vas a ver cuando me haga rifar en los naipes!.
Fue llamado nuestro conocido don Culeco, quien luego de escuchar la
consulta, con gesto impresionante sacó de la baraja que portaba en el
bolsillo la sota de bastos. Pronunciando secretas palabras, fue
repartiendo el naipe al rededor de esta carta en porciones de tres. Luego,
volteó la sota; sobre el reverso de la misma, atravesó otra carta,
seguida de cuatro más entretejidas en cuadro. Al dar la vuelta a este
conjunto de cartas, empezó a leer el adivino, señalando la sota de copas
que aparecía abajo la de bastos: _¡Tí, (la de bastos) tienes en tu
corazón con cólera, una mujer gordona y blancona, que le gusta el claro.
Esa se ha robau tu gallina y se la piensa comer pa su santo que cae en la
Fiesta de Reyes.
_¡Iiiiiiiihh!_ Exclamó radiante Lutgarda, _ Ya sé quién es.
Gracias, don Culeco; ¿cuánto le vua pagar?
_Cinco soles, nomás hija_.
_¡Guá! ¿Tanto?.
_Sí, pues, hija, pero una gallina te cuesta veinticinco..._
_Ajá, de veras_, terminó de razonar la otra, entregando sus cinco
soles.
Ahora la Lutgarda con este vaticinio, pasó
envalentonada: _¡...Y se perdió la gallina!
Imposible repetir las palabras que cambiaron las dos vecinas.
_¡Si con el naipe no confiesas, ahora que ahorque mi “San
Antonio” verás!.
Ciega de indignación fue a su casa, y en el fondo de una gran caja
de madera buscó un mugriento envoltorio de trapos negros, del que sacó
una rústica y pequeña imagen modelada en oloroso “palo santo”. Poseída
de cólera y de fervor fetichista, empezó a murmurar.
_Antoñito, mi vecina
se ha robau mi gallina
si la castigas antes de un mes
te enciendo la vela al revés._
En una mesa quedó la grotesca imagen, llamada ignominiosamente
para la fe cristiana San Antonio, “acostada, con la cara en la pared”.
Enseguida se despidió de ella con esa amenaza: _¡Como no aparezca la
gallina, te ahorco!.
_¡...Y se perdió la gallina!, seguía con la cantaleta en un tono
regional.
Dentro del oscuro cuartucho que le servía de dormitorio, resolvió
un día llevar a cabo el “ahorcamiento” de la imagen. Cogió una cinta
de color carmesí, especialmente para el caso, y la anudó en el cuello
del llamado San Antonio. Obsesionada, vivía alerta observando síntomas
del efecto de su hechizo en la vecina. Al ver que esta continuaba sin
lugar a dudas saludable, diariamente oprimía más la cinta y colocaba
alfileres en diversas partes del cuerpo de la imagen: cabeza, cuello y
extremidades; parecía un macabro alfiletero...
Sólo faltaba pincharle el estómago y el corazón. Tenía un vago
temor de hacerlo, esperaba un acontecimiento en que repentinamente
enfermara la vecina y confesara.
Al fin llegó el 6 de Enero, doña Epifania empezó a celebrarse
desde las primeras horas del día, después de la quema del castillo de vísperas.
Ininterrumpidamente un pick-up, alquilado desde esa hora alegraba el
barrio, para lo cual los numerosos convidados se turnaban haciendo
colectas entre ellos para pagar cada hora de música.
_¡No hay como los “picases” para valsar!, decía satisfecha la
dueña de casa, mientras engullía glotinamente como desayuno un
“picau” (1) de las llamadas tripas rellenas, hechas con sangre de
chancho, yerba buena y generosamente condimentadas.
Luego diez tamales y un picau de caballa salada, con un olorcillo
digno de atraer buitres, todo acompañado de largos brindis de chicha.
Mientras tanto la Lutgarda, celosa de tanta alegría merodeaba por
la pampa donde arrojaba la basura su enemiga, la presunta delincuente de
haberse comida la gallina. Con gran regocijo creyó ver entre unas plumas
negras, las de su desaparecido animal. Cual cuerpo del delito, corrió a
presentarlas a su “San Antonio” pronunciando como alucinada
incoherentes palabras que pretendían ser, siguiendo la tradición del
rito de la hechicería, “un padre nuestro rezado al revés”. En
seguida prendió la prometida vela, también al revés.
En esa actitud fue encontrada por doña Leona, quien oyendo los
comentarios en la fiesta, escapó un momento sospechando que algo malo
pudiera suceder.
_¡Por Dios Lutgarda! ¿Qué andas haciendo?.
_¡Zafa, huele, huele,
respondió clavando el en vientre de la imagen alfileres y teniendo uno
listo para dirigirlo al corazón.
_¡Milagroso Señor de
la Agonía! ¿No sabes tú que el señor cura dice que hacer eso es pecau?
¿Cómo puedes utilizar un santo pa las brujerías. Todavía el San
Antonio, el patrón de nosotros los pobres...
¡Calla zonza, este es
un San Antonio moro...!
_¡Entonces es cosa
del diablo! Por el ánima de tu mamita ¡no hagas eso Lutgarda! Doña
Epifania no tiene necesidad de tu gallina, pues pa su santo ha matado dos
pavos y un coche. ¡Es por tu alma, no la condenes haciendo cosas del
diablo!...
Salvajemente, cual si
fuera un puñal la Lutgarda clavó el alfiler en el pecho de la imagen.
Se oyeron ayes de dolor en la casa vecina. Corrió doña Leona y se
encontró con doña Epifania bañada en chicha y desplomada en una
perezosa, con la respiración jadeante y perlada de frío sudor, mientras
fragmentos de un “poto” (2) yacían a sus pies.
Entrecortadamente
refirió la Leona lo que había visto hacer a la Lutgarda. Todos fueron a
convencer a la malvada de que quitase los alfileres y acabe el hechizo.
_¡Que confiese!_ exigía
como alucinada la Lutgarda.
_¡Apúrate, que doña
Epifania está con sofocación!.
_¡Se hace...! ¡Que
confiese y que me pague la gallina!_
Se oyó una voz: _Ya
perdió el habla y no conoce_ ¡Ya está boquiando doña Epiania. Dejaron
sola a la Lutgarda y se fueron donde la enferma.
Como todo era
silencio, salió a indagar a la calle. Vio desde allí como llegaban,
primero, un sacerdote, luego dos guardias y finalmente el doctor.
_¿Y eso qué es? ¡Ay
madrecita ahí se llevan a la Epifania en un carro..._!
Entonces... un
remolino dio vueltas en su cerebro y le tragó la razón.
Doña Epifania fue
llevada a la clínica y operada de urgencia de hernia estrangulada, salvándose
milagrosamente.
_¿Y la Lutgarda?.
La malhadada vela volcó
sobre la mesa y quemó toda la casa.
_¡Pobre Lutgarda!...
Al decir de las vecinas recibió justo castigo de Dios.
Inconscientemente vaga
por las calles de Sullana, con los labios ulcerados por su venenosa
saliva.
¡......Y se perdió
la gallina!... en su demencia sólo sabe decir.
___________________
(1)
Picau – picadillo de carnes con ají que se expende en las
chicherías.
(2)
Poto, mitad de calabazo para beber chicha.
Con una mano en el pecho y un brazo extendido, el primogénito de
la Balta trataba de llevar el compás de la música que tocaba la Banda en
el retreta.
_¡Malayita!, se oyó una melosa voz de admiración.
El pequeño, objeto de la atención, soltó claramente unas
palabrotas insultando a la madre de su admiradora.
_¡Malayita!, volvió a exclamar ésta, ¡tan churrito y ya sabe
rezondrar!.
_¡Dios lo guarde!
No fue más, como se recordó al día siguiente. A partir de esa
momento, la criatura empezó “llora que te llora”.
¡Cómo no iba a llorar el niño, si ya era más de las doce de la
noche!. Seguramente que tendría sueño y frío. Pero a quien se le iba a
ocurrir fuera por esto el llanto?. Todos estaban pendientes de que
reviente el castillo, y para consolarlo, le daban bizcochos, chifles,
raspadilla, alfañiques y cuanta cosa rica de comer había por ahí de
venta. Y como era tan “sabido” el angelito, recogía lo que podía del
suelo, hasta tuvo la ocurrencia de quitarle a un pacífico can, la cabeza
de una gallina, con su pescuezo, pico y todo, quedándose dormido con tan
extraño chupón en la boca; al contemplarlo, alguien dijo: _¡Malayita!,
al ser de cuenta que está humando en cachimba!.
La fiebre alta que al día siguiente postró al niño fue
diagnosticada por las padres del mismo, como síntoma de ojo”
Desde su choza vecina, vino la abuela doña Canducha a lucir el
arte de santiguar. Sobre el acostado niño procedió la santiguadora, con
la mano derecha en cruz como para signarse, a repartir cruces en el aire,
acompañadas de oraciones y de miradas penetrantes siempre dirigidas al niño,
a fin de quitarle al pequeño la “electricidad de las vistas” que le
había dejado la otra en la retreta. Después de rezar un salve y cinco
credos, matizados con respectivos insultos para el honor de la ojiadora,
recomendó: _Como es ojo fresco sólo necesita una mano...
Al llegar la noche el enfermito empeoró, al amanecer, muy
temprano, fue llamada doña Canducha nuevamente, quien comentó: _Dejuro
que ojo zonzo, porque anoche, me se durmió la mano... Agora necesita
siete santiguadas de siete manos distintas. Hay que ver mano e’ blanco,
mano e’ negro, mano e’ ciego, mano e’ cholo, mano e’ zambo, mano
d’ embarazada y con la miya son siete...
Así, fueron llegando en desfile, a santiguar, el Colorau, el negro
Mitrídates, el ciego Vílchez, el cholo Serafín, el Zambo don Culeco, doña
Matilde que “andada en los siete meses”. Pero ninguna de estas
santiguadas consiguió ni siquiera aliviar al niño.
Fue llamado nuevamente don Culeco quien viendo el estado del pequeño,
optó por quedarse como médico de cabecera.
_¡Voy
a empezar a curar como Dios manda!, dijo con tono doctoral, luego pidió,
_¡Demen un jabón sin pecar!_ Le trajeron un jabón de pepita recién
comprado, con el que empezó, haciendo cruces, a frotar el cuerpo del
enfermo, especialmente las palmas de las manos y las plantas de los pies,
a tiempo que rezaba credos y salves y rematando como santiguador de buena
memoria, con las mismas oraciones al revés. Observando el jabón, dijo: _¡Se
ha redetido!. El ojo zonzo está por hacerse ojo fuerte... Demen una botea
de aguardiente caña para escupir a la criatura que le está dando algerecía...
Con un trago para él y otro para el escupido, don Culeco declaró:
_Me vuá a refrescar para refrescar a la criatura.
A continuación, la vida del niño debatiéndose entre convulsiones
empezó a alarmar seriamente a los padres que, en voz alta, consultaban
sobre llamar a un médico de verdad.
Ofendido don Culeco y un tanto acelerado por el aguardiente con que
decía refrescarse, reprochó a los padres su poca fe en él, maldiciendo
a la noble medicina y amedrentando así a los confundidos progenitores_ ¡Só
bructos, no saben que los remedios de botica hacen daño pal ojo?
Luego de beber casi la mitad del contenido de la botella, pidió
con autoridad: _¡Tráiganme el mortero de la cocina y un vaso con un
huevo fresco de gallina puesto de hoy día...
De su faltriquera sacó una grasienta cajita de fósforos. Al
abrirlas, las que al principio, parecían negras píldoras empezaron a
moverse. Eran nada menos que los repugnantes coleópteros que nacen y
moran en os campos bajo el estiércol.
¡Ay, taitita, peloteros...!, exclamó asqueada la madre.
_¡Sí, son rempujos!, le contestó amenazador don Culeco, lanzándole
a la cara su pútrido y aguardentoso aliento de brujo._¡También tengo
pildoritas de adivinar, pa que sepas lo que vuá hacer.
Ante la mirada del padre suavizó un tanto la voz explicando:_Le vuá
dar una tomita de anisau con tres rempujitos molidos...
Después de haberlos molido en el mortero, los puso en el vaso, añadiéndole
un poco de aguardiente de la botella que con cariño fiero no soltaba de
la mano, luego se arrancó un pedazo de parche de su mugrienta camisa, y a
manera de esponja, lo empapó en el brebaje escurriéndolo entre los
labios del enfermito.
Transcurridos unos silenciosos minutos, la debilitada criatura quedó
sumida en estado comatoso. A continuación y tal como hiciera con el jabón,
procedió con el huevo fresco, partiéndolo finalmente y vaciándolo en un
vaso con agua.
_¡Adiós trabajos!, empezó a quejarse entre satánicas
carcajadas. ¡Ya salieron las velitas!...Esta criatura no amanece...,
vayan preparando el ensalzamiento...!
Con el niño en los brazos la madre empezó a gritar_¡Ay.
Madrecita, me se le han vaciau las vistitas de la juerza de la fiebre...!
El padre, se tanteaba la cintura, como buscando la chaveta.
Advertido don Culeco por su instinto, creyó conveniente caer en
trance.
Su epiléptilo cuerpo temblaba y crujía
como un viejo motor a petróleo... Al amanecer, todos amigablemente
tomaban cafecito de olleta...
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