_¡Aaaaaaajuaaaaaaán!
_¡Aaaaaaajuaaaaaaán!
_Mandeeee!
_¡Pégale un silbido
a la Suyana y dile que prepare almuerzoooooooo!
_¡Guenoooooo!
Las voces cruzando
sobre el caudaloso Chira se destacaban, potente y autoritaria la del amo,
chillona y triste la del siervo.
En la margen derecha
del río, don José Santos, acaudalado mestizo y gamonal de Amotape,
contemplaba a su peones desenjaezar las mulas y caballos.
_Levanta la
“pellonera” (1) y alcánzame la rosca de “guañas” (2).
Con un afilado puñal
que siempre portaba al cinto, cortó un pedazo del tamaño de un puro y púsose
a fumar.
_¡La canovaaa!
La canovaaaaa! Empezó
a pedir a gritos.
Tras un recodo del río,
oculto por unos sauces, apareció un hombre remando en la canoa.
Don José Santos en
viendo al indio agachado, como haciendo puente entre la orilla y la canoa
para evitarle saltar o mojarse las botas, clavó una espuela en la nuca
del infeliz, y sin preocuparse de si éste salía a flote, subió a prisa
con sus hombres que, temerosos de la ira del amo, continuaron remando
unos, y los demás cogieron de las bridas a los animales que siguieron a
nado junto a la embarcación.
Al llegar a la otra
orilla, amarraron la canoa a un sauce, y cabalgando nuevamente subieron
por el barranco hasta llegar al caserío La Punta.
Los perros, que con
sus ladridos saludaban a los forasteros, fueron espantados con piedras y
palos.
_¡Pasa!... ¡Pasa...!
_¡Suyana...! ¡Suyana!
¿Acaso no vive aquí la Suyana?
De la ramada salió la
Suyana contoneando sus caderas de chichera y agitando sus orejas alargadas
por grandes y pesados aretes de oro.
_¡Buenos días, mi señoría!
¡De suyo soy, Suyana me llaman, para servir a mi señoría!
Halagado el visitante
al oír el saludo acostumbrado entre la Suyana y sus conocidos
parroquianos, palmeóle los hombros con familiaridad, a tiempo que le decía:
_¿No ha llegado Doña
Elvira?
_No, mi señoría. Tan
digna dama, aún no se ha apeado por esta humilde posada.
El caballero, por
distraerse, dirigióse a un costado de la choza, donde en típicas jaulas
de calabaza, había varios ejemplares de los llamados pericos serranos,
que al verle empezaron a gritar. Dedicóse entonces, como hacía siempre
que llegaba, a enriquecerles el vocabulario loríl con soeces palabras
castellanas.
Después del opíparo
almuerzo preparado y servido por la misma Suyana acostóse en una hamaca a
terminar de beber el contenido de una damajuana traída de sus alforjas.
A poco, ya la posada
estaba repleta de viajeros que bulliciosamente, hacían honor a las
viandas y a la chicha que daba fama a la Suyana.
Las barraganas de unos
caballeros venidos de San Miguel de Piura, gangosamente cantaban:
“Si la Reina de España muriera,
Carlos
V volvería a reinar,
correría
la sangre española
como
corren las olas del mar”.
La Suyana conforme servía, iba recogiendo las libras y los soles
con que le pagaban sus atenciones los ricos asistentes.
La libras eran de oro,
los
soles eran de plata;
un
peso era de ocho reales
y
un cuarto de cuatro reales.
Pesetas,
reales y medios
toditos
eran de plata.
Había
picaus de a peso
Y
había picaus de a cuatro,
Percalas
de a real y a medio
“vichías”
de a tres centavos,
de
a peseta las muñecas,
buenas
guaguas de marfil”
_¡Mudito...! ¡Mudito...! _gritó la Suyana_. ¿Compraste el peso
de chivos?
El aludido y silencioso compañero de la
Suyana, demostrando no ser sordo, explicó con gesto afirmativo señalando
un atado de cinco cornúpetas de mediana edad.
Don José Santos, con la vista empañada por el alcohol, pareció
tener una desvariada y quijotesca visión sobre el mudo.
_¡Vive Dios_ saltó de la hamaca dando tumbos y, al enderezarse,
de puntapiés al infeliz.
Los asistentes lejos de socorrer al mudo, con regocijo ayudaron en
la paliza hasta dejarlo tendido en el suelo.
_¡Suéltenme al hombre! _gritaba la Suyana_ ¡Cuidau lo malogran
que es mi marido, el que me ayuda y me acompaña!
Tan triste diversión terminó cuando, sangrante el mudo, fue
cogido de pies y manos y, apelotonados todos bajaron rodando el médano
hasta arrojar al río al infeliz, cuyos salvajes gemidos silenciaron las
turbias aguas.
Satisfechos los señoritos, creyeron conveniente retirarse cada
cual con su gente, quedando la Suyana con los indios y las indias, sus
iguales.
_¡Blancos malditos! ¡Desgraciados! –gritaba como endemoniada_
Ya van tres veces que me dejan viuda. Este es el tercer hombre que me
matan... ¿Dónde hallaré otro como mi mudito? ¿Quién me rajará la leña?
¿Quién me cargará el agua? ¿Quién me matará los animales?
Extenuada la Suyana, se tendió en la pampa donde la oscura noche
la sorprendió. Con los ojos muy abiertos miraba hacia arriba, las
estrellas titilando en el cielo, le parecían inquietos piojitos de
gallina sobre una manta negra.
Al amanecer y portando un cántaro de chicha, bajó a la orilla del
río donde la esperaban en la canoa sus amigos para buscar en el agua el
cuerpo del apaleado y ahogado mudo.
_¡Larga la “lapa” (3) al agua!_ ordenó mordiéndose los
labios.
Dentro de la lapa iba la ropa del difunto y bien asegurada, una
vela encendida.
La lapa partió veloz llevada por la corriente. A veces, saltando,
parecía zozobrar en un remolino, pero, impulsada por misteriosa protección,
seguía el curso de la corriente.
_Padre nuestro que está en los cielos_ rezaban los navegantes,
siguiendo a la lapa desde la canoa.
La Suyana, de pie en la embarcación, con una vincha, los cabellos
flotando al viento y, asperjando chicha en el río, parecía una morena
walquiria.
Al fin la lapa empezó
a dar vueltas en torno de un solo punto. Al momento un voluntario se
sumergió en el río, extrayendo poco a poco el horroroso cuerpo del
ahogado, cuyas extremidades inferiores habían empezado a ser pasto de los
lagartos.
_¡Jesús! ¡Virgen
del Carmen! ¡San Lucas de Colán!... gritó despavorida la Suyana.
Luego, recordando las
salvajes costumbres de sus abuelos, los gentiles, pareció recitar:
“Viuda que quiere marido, una muela del muerto dará de comer al que
quiere por marido”.
Con ayuda de una
piedra consiguió quebrar un colmillo del difunto, y lo guardó dentro del
pecho, en la bolsita en que atesoraba su dinero.
Después de velar y de
llorar al mudo en su rancho, le dio sepultura en el Panteón de la Punta,
en la loma frente al río.
Al otro día, como
predestinadamente, llegó a la posada el “niño” don Josesito, el
joven hijo del malvado don José Santos.
La Suyana, tras de
reducir a polvo, por secreto procedimiento de los indios, el colmillo del
mudo sazonó con el mismo un
sabroso potaje que, con el apetito de la juventud, devoró el “niño”.
Fue así, como la
Suyana llegó a ser la engreída del niño Don Josesito. Las comodidades y
halagos de su nueva posición, hiciéronla aprender a escribir, aunque
ella, indiferente a la ortografía, empezaba así sus cartas:
“LLO SULLANA....”
___________________
(1)
- Pellonera, pellejo de vicuña que formaba parte del recado de
montar.
(2)
- Guañas, especie de cigarro puro, hecha con hojas de tabaco sin
lavar.
(3)
- Lapa, mitad de calabaza, redonda y ancha, como plato grande.
“Señorita Fulanita de Tal:
Tomo
la pluma en la mano
para
desearle buena salud,
Después
de saludarla
paso
a decirle que,
desde
que la ví la amé,
¿qué
me dice usted?
Desde
que la ví la quise,
¿qué
me dice, qué me dice?
Le
escribo, pero no firmo
porque
no corra mi fama.
Negrita,
el que escribe
ya
sabes cómo se llama:
El
fulanito de Tal
Después de consultar durante varios días un librito titulado
“El Secretario de los Amantes”, Tranquilino Chiroque consiguió
escribir esta misiva adornada de muchas faltas ortográficas y mayúsculas
intercaladas en las palabras. Primorosamente la dobló como una pajarita
de papel y esperó que llegara la noche para entregarla a la guapa
destinataria, Baltazara Pulache.
Apenas anocheció, pusóse desde la esquina a atisbar la puerta de
la casa de su amada, entonando el silbido característico “Por fin te
veo”.
Como a un llamado
apareció Baltazara y, conforme acostumbran hacerlo todos los vecinos del
barrio, sentóse al borde la acera.
Con cierto disimulo,
Tranquilino avanzó y al pasar arrojó la carta en el ragazo de la moza.
Pero, en ese preciso
instante, surgieron de la oscura puerta nada menos que tres cabezas que le
miraron feroces como de cancerbero y empezaron a gritar: _¡Empúñenlo!
Atájenlo! ¡Agárrenlo!._
Al oír estas voces
desesperadas y comprendiendo que se referían a él, Tranquilino echó a
correr. Instantáneamente salieron de las casas bandadas de hombres,
mujeres, niños y perros, quienes, con regocijo emprendieron su persecución.
_¡Se iba robando una muchacha! ¡llamen a un guardia!_
Tranquilino seguía
corriendo con toda la velocidad que le permitían sus jóvenes piernas y,
como en una pesadilla, se sentía perseguida por una horda de demonios. A
tientas en la oscuridad saltaba entre charcos y basurales. Cuando ya se
creía a salvo trasponiendo el barrio de La Pampa de la Gallina, tropezó
con una piedra y cayó de bruces sobre el muladar.
Fuertemente lo
cogieron de los brazos, resultando vanas sus patadas y escupas. Al
conseguir soltar un brazo dio un manotón; entonces unas huesudas manos lo
abofetearon y, por el llanto que oyó a continuación supo que eran de una
vieja.
_¡Le ha pegado a un
mayor!_
_¡No me ha pegado;
peor me ha faltado en mi honor! ¡Ay Taitita, tanto me he cuidado!_
_¡Qué tal belitre!_
_¡Llévenlo donde doña
Santitos!_
Después de arrestarlo
como a una pieza grande cacería, lo entraron a la casa llamando _¡Comadre,
comadrita! ¡Comadre Santitos, aquí está...!
Señalándole a una
mujer, con voz queda y sibilante le informaron _¡Ahitá doña Santitos!_
La aludida púsose de pie mostrando su gran talla en contraste con su
nombre. Lucía una blusa blanca, falda negra, muy vueluda y almidonada,
bajo la cual y al caminar la tira bordada de la enagua ronroneaba contra
el suelo.
Empezó a
interrogarlo: _Jovencito, ¿Cuáles son sus intenciones?
Nervioso Tranquilino y
ya libres los brazos, empezó a hacer sonar las articulaciones de los
dedos de la mano. Ocho veces seguidas se oyó ¡trac!
_ Jovencito, ¿cuáles
son sus intenciones?_ lo apremiaba la mujer.
_¿Quién, yo? ¡Esteeé...
Estooó...!
Los pulgares rebeldes,
negábanse a sonar. Al fin macabramente, tronaron, satisfecho de este
triunfo, tomó aire y contestó:
_¡Claro, casarme!
_¿Su apelativo de
pila?_
_Tranquilino Chiroque_
_¿De dónde saca el
pan con que subsiste?_
_Soy fotógrafo
ambulante_
_¿Tiene madre viva y
padre vivo?
_Son finaditos_
_¿De qué lado es
usted?_
_Soy de tierras
lejas...
_¿Cuántas vidas
debes?_
_Nomás me he
desgraciado dos veces..._
_¿Ya te dieron de
baja?_
Ante su silencio
exclamó asqueada. _¡Fúche, sos más pior que una jañapa (1) ¡Sos más
pior que un güisco! (2). Luego, autoritariamente terminó el
interrogatorio alternando el tuteo entre solemne y despreciativa: _Bueno,
joven, usted acaba de pedir la mano de mija, diciendo que es su voluntad
casarse con ea mija. Mañana mismo, mande usted a hacer dos sortijas de
oro macizo que, el domingo hacemos el cambio de aros. Además, ya sabes,
tienes que correr con el gasto para sus alimentos; porque el que es hombre
de veras, atiende a la que va a ser su mujer desde el día del pedimento,
de la sal al agua...!
_¡Pobre de ti como no
cumplas, porque te entrego a la justicia...!
_Ahora, ¡Váyase a su
casa con mi marido que es gobernador y entréguemelo, en prenda de amor
para mi chica, la máquina de retratar!_
_____________
Puesto en trance de
mantener a su novia, Tranquilino Chiroque, tuvo que entregar diariamente
cinco soles para tal fin. De sus modestas pertenencias tuvo que empeñar
hasta el catre para reunir el dinero que importaban los aros. Felizmente
que, doña Santos consintió en devolverle la máquina fotográfica y en
aplazar 15 días la ceremonia del cambio de aros.
Llegado el día y
conforme a las instrucciones impartidas por doña Santos por intermedio
del llamado gobernador, Tranquilino acudió a la casa de la novia a la
hora convenida, las diez de la noche.
La casa desde lejos
resplandecía por las luces de las linternas de gasolina.
En actitud grave y
silenciosa estaban los invitados, entre ellos sus amigos y colegas de
oficio, el Retaco, Manuelito toma tu leche, Pedro Cé, Piojo de Burro...
Al verlo, doña Santos
avanzó hacia él resueltamente y le hizo un gesto autoritario con la mano
reclamándole dinero. Intentando defenderse, el novio se hizo el tonto. _¡Desgraciado!
¿Qué piensas convidar a toda esta gente que te honra con sus asistencia
por tratarse del cambio de aros con mija que en mala hora te la compromisié?.
Como siempre,
amedrentado por la actitud amenazante de la mujer y las miradas oblicuas
del gobernador que nunca retiraba las manos de la cintura, donde le
brillaba un arma blanca, pacientemente, entregó todo su dinero, el que,
con furia, recogió la mujer murmurando _¡Muerto de hambre! ¡Dame las
sortijas!.
Luego llevó los aros
a una mesa y, en un platito de vidrio, púsolos a velar como a las armas
los antiguos caballeros andantes.
Tan sólo a la vista
del alcohol cundió la alegría, de la que pareció participar también un
“pick-up” empezando a amenizar la fiesta.
Caminando al compás
de un mambo que lloraba con maullidos de gato cuando le pisan la cola,
apareció la novia bajo una frondosa mata de cabellos sueltos que
relampagueaban por el efecto de dos onzas de brillantina.
_¡Ya, que cambien los
aros!
El cambio de aros al
igual que el “pick-up”, son nuevos en las costumbres de nuestro
pueblo. Con el primero se pretende imitar a gentes encopetadas, pero como
son todas las costumbres que, del salón descienden a la jarana, resulta
en cierto modo una ridícula parodia. En cuando al “pick-up”,
inevitablemente ha venido este artefacto moderno a ocupar el vacío dejado
por el que otrora fuera el popular piano ambulante.
Desde la mesa en que
se velaban los aros, doña Santos con solemnidad impuso silencio. Fueron
llamados los que iban a apadrinar la ceremonia, dos ricachos del barrio y,
puestas en sus manos dos cintas blancas. El otro extremo de las mismas fue
cogido por la mano izquierda de los novios, mientras que, en la derecha se
le puso a cada uno, una vela encendida.
De rodillas ante sus
padres, Baltazara solicitó: _¡Madrecita, padrecito, deme usted su
bendición!_
Doña Santos con aire
matriarcal, hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de su hija. Con mano
temblorosa, el padre hizo lo mismo, secándose una lágrima con el raído
puño de su camisa...
Luego, el padrino y la
madrina entregaron los aros al novio y a la novia respectivamente, quienes
hicieron el cambio entre sí.
Por primera vez,
Tranquilino vio sonreír a la madre de su novia, _¡Ahora sí, serrano
piquiento, no te escapas: ya estás sembrado!_
Alentado por esta
sonrisa, llevó a su prometida a sentarse a un extremo de la pieza,
tratando por diversos modos de entablarle conversación, pero como ella
permanecía seria y muda, aprovechó que la caperuza de una linterna
cercana fallaba y le dio un pellizco en las caderas, a lo que ella
respondió entre alegre y alarmada. _¡Cuidau lo ven...!
Mientras los novios
entablaban un coloquio, algunas viejas de las muchas que había en la
reunión, muy cerca de ellos empezaron a charlas como para ser oídas por
los mismos.
_¡Al fin doña Santos
encontró quien se haga de su hija!_
_Sí, porque quien no
la conoce no sabe que es picada del aire.
_Sí, le da el
accidente._ Terció otra.
_¡Han asustau al
serrano! ¡Ver que el hombre no es ni gobernador!_
Tranquilino entonces
observó el collar de chaquiras de huaco, especialmente indicado por la
ciencia popular para ahuyentar el terrible mal de la epilepsia a que aludían
las chismosas. Embriagado por el alcohol y el olor avinagrado que despedía
su novia, mucho más fuerte que el ácido acético, lo consideró digno
perfume de la esposa de un fotógrafo ambulante; se dijo que no le
importaban las habladurías de las viejas y se sumió en un mundo de dicha
acariciándola con audacia.
_¡Serrano, modérate!_
lo llamó al orden doña Santos.
Con hipócrita
sonrisa, Tranquilino la miró, mientras pensaba:
_¡Chola bandida, ya
voy a apresurar la boda para que no me sacrees ni fastidies tanto; pero,
en cuanto me haga de tu hija, de la primera paliza que te dé, te dejaré
quietecita!.
___________________
(1)
- Jañapa o jañape – salamanqueba.
(2)
- Güisco – gallinazo.
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